Saturday, April 21, 2012

Datos Históricos

Antes del advenimiento de los modernos medios de diagnóstico
por la imagen, el diagnóstico de AAA se basaba casi
exclusivamente en el examen clínico. Si se palpaba el polo
superior del aneurisma en el epigastrio se consideraba que el
aneurisma era infrarrenal. Las únicas imágenes diagnósticas
disponibles eran las radiografías simples de abdomen de frente y
perfil, en las que se buscaba alguna calcificación de la pared
aórtica que delineara el aneurisma, y en el perfil el desplazamiento
de la masa intestinal hacia adelante en relación con
los cuerpos vertebrales. En el aneurisma roto el único indicio, en
la radiografía simple de abdomen de frente, era el borramiento
del borde externo del psoas como expresión del hematoma
retroperitoneal.
Al fin de la primera mitad del siglo XX, se sabía de la evolución
ominosa de los AAA, pero la estadística médica no estaba desarrollada,
y los factores de riesgo no eran reconocidos ni
valorados. Debió esperarse hasta 1950 para que se describiera la
evolución natural de la enfermedad (Estes 1950) con el análisis
de 102 pacientes con AAA, en los que se comprobó mortalidad del
81% a los 5 años. Estas cifras, comparables a las de una enfermedad
maligna, despertaron el interés por lograr una solución
16 | Aneurisma de Aorta Abdominal
quirúrgica definitiva, para evitar la complicación de la ruptura y
obtener la continuidad arterial en diámetros comparables a lo
normal.
Los intentos históricos de tratamiento de los aneurismas, como
el refuerzo parcial o total de la pared aneurismática con celofán
(Harrison 1943, Poppe 1948) la esponja de Ivalon® (Grindlay 1951,
Kirklin 1953) o fascia lata (Wylie 1951), el “alambrado” del saco
aneurismático, con termocoagulación o sin ella, para promover
trombosis intrasacular (Blakemore 1938, Linton 1951), o la
ligadura de la aorta, no demostraron eficacia y fueron
abandonados.
Ya han transcurrido sesenta años desde que Dubost operara el
primer caso de resección y reemplazo de la aorta abdominal
(Dubost 1952). El único material disponible en la época era el
homoinjerto de aorta cadavérica (DeBakey 1953). No obstante el
éxito inicial, se observó que al tiempo de implantados los
homoinjertos sufrían un proceso degenerativo ateroesclerótico,
con formación de aneurismas en su pared, y trombosis en su
interior, por lo que se buscó un material inerte que fuera bien
tolerado por el organismo. Luego de varios ensayos con una
diversidad de materiales sintéticos se evaluó como el mejor el de
Dacron®, que nos acompaña hasta el presente. El injerto se
completó con un proceso de corrugado, que evita el kinking en las
angulaciones, y en 1981 lo optimizó Cooley al impregnarlo con
plasma autólogo y posterior autoclave, predecesor de las prótesis
manufacturadas impregnadas o recubiertas de albúmina o
colágeno.
La técnica quirúrgica original consistía en el abordaje por vía
anterior para realizar la resección completa del aneurisma, de
arriba hacia abajo o viceversa, desde las ilíacas hasta el cuello
por debajo de las arterias renales. Esta técnica tenía el
inconveniente de lacerar con facilidad las venas ilíacas comunes
y la vena cava, además de desgarrar las arterias lumbares en la
disección y extracción del aneurisma. La alta morbimortalidad
de esta cirugía disminuyó claramente cuando se introdujo el
reemplazo endoaneurismático, sin resección. Esta técnica se
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mantuvo durante décadas como la única forma de resolver la
patología, con las variantes de las vías de abordaje (anterior
– transperitoneal – y retroperitoneal por incisión en el flanco
izquierdo), hasta que en la década de 1990 Parodi desarolló la
técnica del implante protésico endoluminal para el tratamiento
del AAA (Parodi 1991). En forma progresiva se ha ido aceptando
este procedimiento quirúrgico, para algunos como alternativa y
para otros como procedimiento de elección

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